Reflexión en torno al hombre y su autenticidad de vida
Autor: Lic. Ricardo Aguilar Hernández
Cuando Jesús dijo las palabras “las verdad los hará libres”, lo dijo en un contexto de una controversia con los judíos, que se pretendían poseedores de la verdad revelada completamente por Dios.
Hoy día, habitamos un mundo lleno de hombres y mujeres confundidos, es decir, que están tan volcados sobre su afán de autoafirmar su personalidad (mas no su esencia de ser personas), que se pierden en las vaguedades del ser. El humano confundido es aquel que se abandona a su propio ego a tal grado, que se cree “medida de todas las cosas”, pero al ver que las cosas no se someten a su despótica presunción, se da cuenta de que ha perdido el piso, ha perdido la medida de la proporción de su estar ante el mundo. El hombre confundido es aquel que no sabe para qué nació, que no comprende para qué vive, que no sabe en fin, el “para qué” de la vida. Encima de todo, como no aprecia el valor de la meditación, se pierde más cuando se deja envolver por un sinfín de distracciones banales.
El hombre confundido es la esencia del hombre occidental u occidentalizado. Es aquel que ya no valora nada, ni su propia vida y, por eso, se afana en los llamados “deportes extremos” en los que busca llenar, a golpes de adrenalina, su vacío existencial. El hombre confundido también se arroja a la espiral interminable del conflicto con los demás, pues inconscientemente proyecta su conflicto interno y, como le parece insoportable, busca siempre culpables. Como esta técnica de huída del vacío le proporciona cierta satisfacción, crea una cultura de la cacería de brujas y en toda situación adversa busca culpables. De ahí que incluso hasta de un terremoto, una inundación, huracán o cualquier eventualidad producida por la madre naturaleza, el hombre confundido busca autoafirmarse buscando en los demás, culpables que le paguen por su propia calamidad. Así es como surgen por todos lados culturas neuróticas, apresadas por su propia patología psicótica.
El hombre confundido tampoco aprecia el mundo del arte, ni las culturas. Pretende rebelarse contra toda raíz cultural, tachándola de “superstición de los ancestros” y quiere suplantar su identidad cultural mediante la vanagloria del cientificismo, pues cree que las ciencias empíricas son la panacea de lo inteligible. El hombre confundido se permite pisotear la pobreza del que vive en la miseria, le cierra la mano al que le pide ayuda, se jacta de saber más que los así llamados “ignorantes”, pero no se presta, no se entrega, viviendo sólo para sí.
El hombre confundido vive como vil prisionero de sus ideas pragmáticas de las que sólo busca valerse para “darse valor”. En realidad, sufre la cárcel de su propio dogmatismo egolátrico. El hombre que vive en tal estado, cree que el dinero es “oportunidad para gozar”, pero en realidad, ¿qué tipo de goces proporciona el dinero? Sólo goces pasajeros. El hombre confundido se desvive en el trabajo para tener dinero, es decir, para tener oportunidades de goce fugaz, pues al final de la vida, con nada se queda. Su dinero no lo salva de caer en la fosa.
El hombre confundido niega la religión, niega una vida eterna, niega la posible existencia de un Dios, porque se cree él mismo “medida” del mundo. Al negar un sentido trascendente a su vida, el hombre cae en una mayor confusión cuando se da cuenta de que él mismo no es eterno. Muchos hombres confundidos caen en la desesperación de llegar a ser “no-ser” en la muerte y, por tanto, encuentran en la mal llamada eutanasia, un camino de huída a su propia vaciedad, al sentirse desnudos ante el misterio de la muerte y del dolor.
Jesús, en cambio, dijo: “la verdad los hará libres” y tales palabras son una invitación a recibir humildemente el misterio del Hijo del hombre, el misterio de la revelación de un Dios que es omnipotente en virtud de su Ternura. La verdad de la que habla Jesús es Él mismo, es la revelación amorosa de Dios, que sale al encuentro del hombre, para unirlo a su vida divina.
La libertad que promete Jesús es el estado de plenitud humana al que nos llama aquél que nos creó dándonos un corazón con sed de eternidad. La libertad consiste en romper con los criterios mundanos, propios del hombre confundido, para poder así tener plenitud de decisión con el fin de orientar la propia existencia como “don para los demás”, con plena responsabilidad de las propias acciones así como para sentirse responsable de aquello que los interlocutores hacen. ¿Por qué esto? Porque si asimilo la verdad de que soy presencia del amor tierno de Dios en el mundo, no puedo quedarme inerte ante el vacío existencial que puede vivir mi interlocutor en el mundo. Si mi vida no logra ser “apelación” o “llamado” de Dios para esa persona que es mi interlocutor, entonces no soy significativo para esa persona. Mi vida y mi presencia ante él no le dicen nada. Le da igual si vivo o no, le da igual si hay Dios o no, le da igual tener un sentido por el cual vivir o no.
Por eso, sólo la meditación es el camino para encontrarme con la plenitud de la ternura de Dios que habita en mi interior, para luego recrearme en tal ternura amorosa y bondadosa y después, ser así expresión divina en el mundo, ante cada hombre o mujer al que yo salga al encuentro. Eso es tener espíritu de “buen samaritano”. Al ser expresión del amor tierno y bueno de Dios para otra persona, a su vez, me permito enriquecerme por esa persona, por su forma de estar en el mundo, aunque sea una forma aparentemente ilusa. En el fondo, hasta los hombres y mujeres confundidos son morada del amor de Dios, pero no lo saben. Como son prisioneros de su propio afán de autoafirmación ante el mundo, no perciben la delicadeza de su dignidad más profunda. No se dan cuenta de que el Amor eterno, tierno y bueno de Dios habita en ellos y, por tanto, fácilmente se dejan atrapar por el miedo y la voracidad de las distracciones que ellos mismos generan en su mente y en su corazón.
Más allá de la meditación viene luego otra escala mayor: la contemplación, que se comprende sólo a la luz de la mística, del deseo ardiente y paciente a la vez, del Dios de la vida. El hombre místico es, por esencia, contemplativo. Vive la plenitud de su humanidad a través del ser “humus”, del ser humilde, pues sólo quien es humilde se predispone a recibir algo, a recibir un “plus” a su “humus”. El humilde es aquel que se coloca en las manos de Dios y camina en su presencia. Cuando el libro de Los Números dice que “Moisés era el hombre más humilde de la tierra” (Num 12,3), lo expresa en este sentido. Moisés, en su tiempo, fue el hombre que vivía siempre en las manos de Dios, que se confiaba a Dios totalmente, a pesar de sus limitaciones y temores. Moisés era el hombre que vivía a plenitud su conciencia de ser polvo ante Dios y ante los demás hombres. Sólo así preparó su interioridad para ser morada del Dios que afirmó ser el Fiel por excelencia.
Jesucristo va más allá de Moisés, pues viene más allá de él. Jesús es el Verbo que desde siempre ha habitado y habita en el seno del Padre, que ha contemplado a Dios cara a cara y él mismo es el rostro de Dios para el mundo. Jesucristo es el más humilde ser que ha deambulado sobre la tierra, porque su existencia eterna misma la ha recibido del Padre, que es fuente de la Trinidad. Jesús vive siempre de cara al Padre, contemplando al Padre y nada hace fuera de la voluntad del Padre. Su vida, su acción, su misión, las desarrolla en íntima unión con el Padre al grado de poder decir que es el Padre quien obra en él. Las obras (tá érgata) de Jesús, son las obras del Padre en el mundo (Cfr. Jn 10,32.37). La vida de Jesús es el modo concreto como el Padre se revela a la humanidad de modo pleno, mas no de modo exclusivo.
El ser humano que quiera vivir en plenitud, deberá abandonar sus pretensiones y criterios mundanos, deberá dejar atrás su condición de confundido para abandonarse al misterio de su propio ser que habita en su interioridad. El hombre que quiera darle sentido a su vida tendrá que lanzarse a los abismos profundos de su vida interior, de su corazón, de su aparente vacío. Ahí es donde encontrará su esencia más profunda, donde se encontrará cara a cara con el misterio de la vida, con el sentido de su existencia, con la presencia de Dios que desde siempre ha habitado en su corazón. Si esta disposición y acción la tuvieran todos, el mundo sería un paraíso auténtico. La humanidad viviría colmada de amor y solidaridad. Esta “utopía” es posible realizarse, pues si algunos la han logrado, es que todo ser humano puede lograrla también. Cuando uno vive esta dimensión de la existencia, goza de ello e inconscientemente autoriza a los demás a hacer lo mismo. Todo gurú, santo e iluminado en la historia de la tierra, nos ha querido decir esto, nos ha mostrado que en nosotros radica la posibilidad de vivir lo eterno en cada instante, la posibilidad de ser plenos en cada decisión que tomemos, en cada acción que realicemos. Eso es la libertad. Esa es la libertad a la que nos llama Jesús. Sólo así haremos realidad sus palabras en nosotros: “La verdad los hará libres”.
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